martes, 29 de septiembre de 2015

Las luciérnagas centelleantes de la avenida.

El otro día no supe qué decir. Solamente me puse a escuchar el silencio. Escuché el aire retenido y palpitante que sugería que una ínfima vibración estaba por aproximarse, sí, lo notaba. Los pelos del brazo se me erizaron y yo estaba apoyado en la barandilla de aquel octavo piso, mirando a la calle vacía, a la noche urbana y a las luciérnagas inmóviles de hormigón que centelleaban en la otra acera. Entonces, la premonición de antes. Llegué a atisbar el resplandor y en el momento justo, como si mi brazo fuera un mecanismo automático, sin pensarlo si quiera, un gesto rotundo y repentido, acelerado, vino a pronunciarse, naciendo desde el mismísimo hombro y extendiéndose por toda la extremidad, resultando en un amplio giro orbital que cazó al viento. Sí, lo agarré con la mano y todo aquello que iba a decir, el silencio, sí, el silencio. Porque a veces el silencio habla y yo le robé las palabras. Y ambos, como si le hubiera puesto la mano sobre sus labios, quedamos sumidos en la calma espectral, sin tener ya nada que hablar; solo contemplar las luciérnagas centelleantes de la avenida.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Qué divertido es estar aburrido.

Supongo que puede sorprenderos un título tan antitético, y bien, soy consciente de que es bastante improbable inclinar la balanza hacia los dos lados, lo sé, diversión y aburrimiento no pueden ir mezclados. Pero me gustaría atender a los matices, a la belleza que hay en ellos, a la frontera difuminada entre ambos valores y todas sus finuras. Creo que he encontrado, en uno de mis paseos matutinos, con toda la calma de la que disfruto estos días, una especie de punto medio, una especie de ataraxia, tranquilidad insonora. Bien, me explico. Ya de entrada, no tener nada que hacer durante toda la jornada puede presentarse como algo absolutamente aburrido. Después de verme sumergido en tal situación durante unos cuantos días, he acabado por descubrir que hay algo que vence al aburrimiento, una especie de magia que pasarías por alto un día de rutinario estrés, ofuscado en el estudio, de esos que pasas por casa, comes y vuelves a lo tuyo. Sí, a parte de tener tiempo para pasear, una manera satisfactoria de liberar la mente, he observado que te fijas más en las cosas, aún siendo pequeñas, es decir, como no tienes un destino prefijado, cualquier pequeña aventurilla cotidiana se puede convertir en un espléndido relato: señores, ayer fui al supermercado y compré yogures con trocitos y, además, fui a ver una exposición. De la misma forma, a la pregunta protocolaria de “qué tal ha ido el día” la encaras centrándote, únicamente, en una sola cosa, sin obviar ningún detalle, aunque sea mínimo, que es la que ha ocupado todo tu tiempo. Pero no por larga y compleja, por deber, sino porque no había otras más y tu reloj fluye despacio, los granitos de arena caen sin prisa, como si no se percataran de que su propia vida marca el devenir de todas las eternidades. Los contornos del relato, antes más vagos e inexactos acaban por perfilarse perfectos y brillar como si fueran solos, entornándose unos con otros, fogosos, reluciendo como estrellas. Ves como, provechosamente, puedes detenerte a analizar las cosas y determinar reposadamente, sin necesidad de forzar la maquinaria, la solución más conveniente en cada momento. Los minutos se hacen más largos, es más, el espacio-tiempo tiende a alargarse, deformarse, y tú envejeces más tarde que tus compañeros de piso que han hecho más de mil y una cosas en el mismo momento en que acababas de completar una, la tuya, la única e indivisible: contar la cantidad de zapaterías que rodean la zona y, extrañado, disertar a cerca de las causas y consecuencias; escrutar a vistazos demorados las paredes roídas de la habitación y todas sus capas de pintura, unas sobre otras, superpuestas; y ese ladrillo de enfrente que ves por la ventana y estimula tu imaginación y la impulsa a reflexionar sobre la posibilidad que cabe entre el rojo y el naranja, casi un marrón, ocre, la unión de cada uno de sus pigmentos; cortar el silencio con cuchillas de afeitar. Vencen los pequeños relatos a los grandes, se tornan majestuosos. Aparte de eso, no he visto el momento de hacer la cama. Hacer la cama está sobrevalorado.