viernes, 17 de julio de 2015

Los donuts de chocolate de Alicante me los he quedado yo.

Son las dos de la mañana de una noche de verano ardiente. He pasado por el baño, me he mirado en el espejo y me he lavado la cara; la crema esa de azufre para los granos que me dio el dermatólogo y quema la piel. Deambulo por el pasillo, paso por la cocina. Me encuentro con la estampa de las galletas y los donuts de chocolate de la semana pasada. Han sobrevivido nada más y nada menos que a 600km de viaje. Originarios de Alicante. Son lo que hubiera sido nuestro desayuno un día de la semana pasada. Ahora están en la nevera de mi casa (se sobreentiende que la he abierto). La playa, la música, las conversaciones absurdas y hartarse del sol y el sudor. Los amigos y el futuro incierto, bajo la luna, corriendo con los pies descalzos sobre la arena mojada, cantando, las olas van borrando las huellas. La hamaca del jardín y mi hermano dormido en ella, con un libro sobre la pierna. El puto murmullo de la música de las discotecas que heredas al día siguiente, que repite como una mala comida. Y con todo eso, en el vértice del segundo en que contemplo como se pudren en el tiempo los donuts de chocolate, llego a la terrible conclusión de que somos islas pequeñas de casualidad arrojadas como piedras en el océano de la frivolidad en el que todo pasa, como si formáramos parte de un juego, un mero capricho de la realidad. Cierro la nevera, se va la luz y me quedo con las dudas y con la cara de tonto. Recorro el pasillo, los pies descalzos, el suelo frío. Voy a dormir porque estoy cansado y tengo sueño acumulado de estos días. Pero me muevo a la par con esa duda que aletea pesadamente en la cabeza. Cuando acaben por pudrirse los donuts de la nevera, pienso, empezaremos a entrever el siguiente paso hacia el futuro próximo, y así sucesivamente, como con todo. Y me duermo, sabiendo que en un tiempo despertaré en cualquier otro lugar extraño.

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