miércoles, 21 de enero de 2015

Pseudomiradas rosarrojizas y esas cosas.

Me acerqué apresuradamente a devorar el cartel de la entrada del departamento de lengua y literatura, el cartel rojo donde sale un hombre mirando con mirada (valga la redundancia) pseudoprofunda que encaja dentro de todos los cánones de la publicidad y el diseño. Encima están los rojos esos tan intensos que te llaman. “¡Eh, acércate!” “¡Eh, tú, ven y léeme!” Y claro, ante el cartel yo estaba estupefacto, casi me sentía un tanto ridículo. Coño, coño, ya he visto el cartel de color rojo, ya voy, ya voy. Así que entré en el departamento de lengua y literatura porque tenía ganas de escribir. Tenía ganas de volver a devorar el teclado. Me encanta hacerlo, de verdad. Me siento por la noche frente al documento en blanco y vertiginosamente empiezo a golpear el teclado, sin freno y sin marchas, claro, con una única que te manda hasta la estratosférica altura por donde pululan como lanzas partiendo el viento tus desquiciados y locos pensamientos.

Bien, entré y pregunté por el certamen de relatos cortos. Lo más sorprendente de aquel momento fue que los allí presentes se quedaron un poco entrecortados al ver que mostraba interés; nadie había preguntado por el cartel rojo del hombre de mirada pseudoprofunda que incitaba a acercarse y lanzarse a la aventura de escribir. Salvo yo. Claro, yo sí lo hice. Y los filólogos que por ahí moraban vieron en sus caras reproducida una pequeña sonrisa. “Vamos a ver, y dónde hemos dejado las bases del concurso… el folleto ese informativo que lo ponía todo” Ahora la sorpresa fue mía. Uno de ellos metió las manos dentro de la papelera y la estrujó y revolvió hasta que sacó el folleto informativo del certamen. Lo que pasa es que estaba partido en trocitos. “Claro, nadie se  había interesado y supuse que ya nadie lo haría así que rompí el folleto y lo tiré a la basura.”

Ahora tengo el folleto en frente; o lo que queda de él. Son dos partes rosarrojizas con el mismo hombre delante. Y yo delante de él y yo delante del ordenador. No sé qué hacer y no sé por dónde empezar. Así que hago previos calentamientos al ejercicio mental que me dispongo a hacer. Me levanto de mi asiento y salgo corriendo por el pasillo. En el pasillo hay un espejo que siempre es víctima de mis bochornosos reflejos y mis gestos más acalorados y eufóricos. Pero es que yo necesito de ellos para llegar hasta la altura estratosférica de las lanzas punzantes que orbitan mi mente que son ideas que cortan el viento. Luego salto y llego y todas ellas se clavan en mi cráneo y hacen estallar un sinfín de reacciones, precipitan de golpe sobre mi cabeza. Ha llegado el momento. Salgo corriendo desde el espejo del pasillo, rápido, rápido, cada vez más rápido y me siento en la silla del ordenador. Voy a escribir. Voy a suministrarme esa dosis de letras que me mantiene vivo. Dale, dale a las teclas. Es una melodía. Cuando toco el piano a altas horas de la madrugada y lo azoto para escuchar acordes y sonidos imposibles, huecos y llenos, de colores sabrosos y oscuros, siento lo mismo.

Y es por eso que no os entiendo. No entiendo por qué nadie se muere por escribir. No entiendo por qué nadie quiere azotar el teclado. No entiendo por qué nadie quiere formar versos. No entiendo por qué fui el único apasionado por todo aquello. Con cada letra, con cada frase, como con cada nota que desprende mi piano de abajo desafinado, con todo ello te llenas de vida. Te llenas de energía, de un impulso insaciable que pretende no parar nunca de hacer esto. Es la cuerda que desata todo cuanto… A ver, cómo lo decía aquella frase. Creo que era:

“…nutrir con la literatura ese grano de locura que todos llevamos dentro”.


lunes, 12 de enero de 2015

Por un grito que diga que estamos vivos.

“…nutrir con la literatura ese grano de locura que todos llevamos dentro”.

Voy a cantar a la mediocridad porque tenemos el derecho legítimo a ser improductivos. Voy a gritar hasta rasgar las cuerdas vocales; supongo que es más airoso para el alma.

El abatimiento es lo único que esparcen desde las cimas. Eso y luego la belleza no existe, se olvida. Cae el espíritu en el pozo de la inutilidad práctica. Leed, ved, escuchad, pintad y oíd y pensad y fijaos en las esquinas de las habitaciones que no tienen gracia, porque todo eso no sirve para nada.

Pues yo prefiero oír el chasquido de una rama al pisarla con una de mis botas y quedarme atónito con ello, fundirme en el minúsculo instante en que se produjo el ruido, porque eso no vale nada. Yo prefiero salir corriendo, desnudo, con las manos en el aire y llevando conmigo una horda que entone una canción de esperanza. “Para mí resulta útil que el primer verso rime con el segundo”. Como un atardecer que empapa las conexiones nerviosas de cualquier ser engendrando una lágrima.

No os canséis de no servir para nada. No os canséis de nada. Porque el alma humana está en lo ínfimo, no en lo majestuoso. Oíd las voces de vuestros amigos. Reíd con ganas y llorad de pena, de alegría, de rabia. Desnudos lloraréis y abrigados seguiréis llorando. No lo olvidéis. ¿Y para qué? Para nada. Como una sonrisa que apunta como un rifle. Como una flor que se desangra con una ráfaga. Como un libro que se pudre, roído por las lecturas, en una estantería empotrada. Como tú y yo y nuestras miradas. Como aquel perdedor que pintaba en una esquina. Como aquella de ahí que miraba las estrellas y meditaba. Como la curiosidad insana por saber, por saber y saber y no llegar nunca a nada. Por esa curiosidad insana. Por la belleza de las cosas banales. Por eso, joder. Por la trascendencia de las cosas banales.

No olvidéis que eso es lo que realmente nos hace estar vivos y no acumular mierda encima de mierda. Eso sí que es inútil; con tantas cosas encima ya no podremos echarnos a volar.