domingo, 19 de octubre de 2014

Trilogía de mi realidad descompuesta.


I. Compasión.

Mi hermano reclama mi ayuda en la tarea de limpieza, o más bien, en la tarea de búsqueda. Un aburrido día de enclaustramiento y opta por empezar a removerlo todo. La mesilla de la habitación, hasta ahora siempre inamovible, queda desplazada y descubre una macabra escena. Buscábamos un pincho lleno de películas que nos había dejado un amigo. No sé si aquel era el sitio y el momento para hacerlo, pero empezamos a desbaratar la habitación.

-¡Ayúdame a buscarlo! ¡Ayúdame a buscarlo!-

Unos meses más de sordidez acumulada y detrás de la mesilla aparece el giroscopio que la profesora de física nos había dejado para que curioseáramos jugando en casa. Después de retirar la mesilla aparece un festival de polvo y hollín semipetrificado aglomerado junto con monedas de dos, cinco y diez céntimos. Asombrosamente redescubrimos un montón de “tesoros” insignificantes que habían caído por la pequeña rendija del olvido, entre la mesilla y la pared. Una chapa de cerveza italiana. Un palillo de los que te metes en las orejas. Los céntimos de uno que antes no he mencionado y siempre están presentes. Una pulsera rota con piedrecitas blancas semejantes a granos de arroz. Un collar deshilachado con una pequeña figurita de arcilla pintada. Partituras horrendas, plásticos y paquetes de pañuelos. Todos los libros acaban encima de la cama y también esa curiosa lámpara que hace ver que tiene muchos años y nunca ha funcionado.

Un poco de compasión que cae de mis ojos. Y empiezo a recoger algunos artilugios y objetos de esos insignificantes y ya olvidados. Selecciono y mi hermano me espeta: “¿Quieres guardar todo eso en el baúl de las cosas absurdas? “ Luego me lanza la escoba.


II. Trascendencia.

-Andrés Hurtado acaba suicidándose, ¿no?-
-Sí-
-Se veía venir…-

Y ahora voy paseando por la calle invadido por un pesimismo trascendental. Me han clavado una espada muy hondo. Esquivo la gente sin aparente entusiasmo, ofuscado en mis propios pensamientos. Me detengo en medio de todo y empiezo a girar y a girar. Una gran sonrisa se ilumina en mi cara. Me invaden unas inexplicables ganas de reír.
Pero solo son almas.
Almas con su percepción propia de la realidad.
Almas que existen para ellas.
La calle de las almas.
La calle de los gritos.
La calle de las bicicletas.
La calle de los niños.
La calle de las almas.
La calle de una sombra.
Río y río y río y río. Andrés dice que la única solución es la contemplación indiferente.

- ¿Y tú qué piensas que es la realidad?-
- Yo creo en el determinismo científico.-
-El otro día iba montado en bicicleta. En mi bicicleta con cestita, con cestita desatornillada y ruidosa y dando botes por el camino de tierra. Pensé en las estrellas, ¿sabes? Pensé en que, tal vez, una especie extraterrestre podría no llegar a las mismas conclusiones acerca de la existencia que nosotros, puesto que su percepción del mundo estaría influida por su misma existencia, por el filtro de su propia mente, al igual que nuestra percepción del cosmos. ¿En qué se parecerían ambas? La ciencia humana no se parecería en nada a una… supuesta ciencia alienígena, ¿entiendes? Sus matemáticas están creadas a su medida, al igual que las nuestras, que se adaptan a nuestro conocimiento. Pero sería como si ambos estuviéramos rascando del mismo montón y, por lo tanto, extrayendo pedazos de lo mismo pero desde distintos puntos de vista, ¿no?-

Largo y tendido discutimos sobre los límites del cosmos. Nos entretenemos conspirando. Pero no son más que palabras. Somos unos charlatanes. Intentamos demostrar vagamente la inexistencia de Dios y quedamos totalmente convencidos y entusiasmados con nuestros resultados. Abrimos mucho los ojos y escupimos pequeñas gotas de saliva mientras hablamos efusivamente de todo y de nada, de la trascendencia de las cosas trascendentes y de la trascendencia de las cosas banales.


III. Soledad.

Ahora es más de medianoche. Siempre encuentro mi refugio a estas horas delante del teclado. Últimamente me siento un fantasma que vaga en una calle llena de gente rara. Todos hemos cambiado. Tengo miedo. Estoy ansioso. Todo es raro. Me ha caído una pequeña lágrima y he apoyado la cabeza en la mesa del ordenador. La habitación está oscura. Solo se oyen las teclas. Ella es una de las pocas almas cómplices que siento cercana… y está lejos. Pero siempre es cálida.

Podría pasear descalzo por el suelo frío. Podría esperar y ver cómo me recorre esa sensación fría todo el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, erizándome todos los pequeños pelillos de la barba. Podría bajar a azotar el piano con acordes imposibles o, simplemente, hacer sonar una tecla levemente y esperar a que se fundiera con la calma…
La calma que todo lo engulle…
La calma imperecedera…

La calma que me tiene…

lunes, 13 de octubre de 2014

Billie Blues.

Billie Blues, ecléctico despojo de la humanidad, siempre distante de los cánones de belleza. Hoy ha salido por la ciudad. Una gran luna vigilaba todos sus pasos, pero ha sido porque no tenía más remedio. La juventud de la noche lo ha rechazado. Miraba con recelo a los afortunados del fondo. Anhela la superficialidad esa, la que es leve pero los hace lucir como estrellas entre tanta oscuridad. Pero, acto seguido, se siente un renegado. No pertenece al mundo de los vivos. Más abajo. El cartel de la entrada le escupía y le hería: “Ellas entran gratis”. Un hilo de rabia empezó a fluir. ¿Dónde estaba? Aquellos que alardeaban. Aquellos otros que se aprovechaban del sudor…

Suiguió el camino que marcaba el fin de la noche. La luna se había rendido. El sol salía. Billie Blues también se había rendido. El sol salía. El camino de tierra se manifestaba en penumbra. Había llovido. Un zapato de tacón mojado estaba tirado en el suelo. No tenía dueño. Se quedó mirándolo un instante y siguió andando. Recordaba haberlo visto la semana pasada en ese mismo lugar. Era un zapato triste. Le recordaba lo abatido que estaba. 

Billie Blues encaja las llaves en la cerradura y pasa hasta el fondo del pasillo. Las luces están apagadas, el silencio reina. Enciende una lámpara pequeña y una luz tenue empieza a hacerle compañía. Ahí está. Y lo ve.

-Un elefante carmesí me aguarda cuando llego de noche y están las luces apagadas. De pronto aparece en su rincón de la estantería, con su singular gesto y su tornasolada sonrisa, una mirada de ironía y sentado sobre sus patas traseras. Está debajo del pianista cubano cabezón, rodeado y bien guardado entre libros viejos y polvorientos. Levanta la trompa y se toca la parte posterior de la cabeza al mismo tiempo que, sonriente, saluda con una de sus patas en alto. Creo que es un amuleto para el sexo y la fecundidad que debes poner en la mesita de noche como si fuese un guardián para que tenga efecto, o eso me dijo aquel senegalés de Florencia.-

Medita Billie Blues, mirando la inmóvil figura de la estantería. Es un duelo de silencio, un duelo entre una mirada muerta y otra aparentemente viva.

- El senegalés de las calles de Florencia me sostuvo la mano y me puso la figura. Nos dijo que era un regalo. Sin dejar de tenérmela me explicó todas sus maravillas y milagros. Luego nos pidió algo de dinero por la figurita carmesí. Me la guardé en las profundidades de la mochila. Ahora que reposa en el estante, mientras me mira con tono de burla, me fijo en su oreja. Está rota. Está rota en medio de este silencio nocturno. Está rota la oreja del elefante carmesí y yo, enfrente de él, con mirada persuasiva. Y él, frente a mí, con gesto convencido. Parece que me esté retando. Parece que me esté diciendo algo. Parece que me mire con aire de experiencia, que lo comprenda todo, que se ría sarcásticamente de todo lo sucedido. Parece que haya sido el que ha dejado el zapato abandonado en medio del camino.