lunes, 24 de febrero de 2014

El despertar de Órobil, un joven elfo de los bosques.

Os presento al inocente de Órobil. Era una criatura alegre, un joven elfo de los bosques. Salió de su pequeña choza de madera, después de su cabezadita de 500 años, dispuesto a tomar un buen trago de aire fresco. Sí, de aquellos tragos con un suave olor a musgo que te limpiaban por dentro y te ayudaban a desperezarte. Para Órobil, eso era un buen trago de vida. Pero aquel día, cuando Órobil inspiró, aquello le supo más a cenizas que a la propia frescura del mundo. Y tosió. Extrañado, se encaminó hacia el pequeño arroyo que pasaba por las cercanías de su choza. Oh, sí, aquel agua era verdadero zumo de nube. Cuando después de una agotadora jornada sumergías tu cabeza en el arroyo con la boca abierta, el agua fresca saciaba tus penas y te rozaba la cara limpiándote el rostro de malas vivencias. Pero Órobil no encontró el arroyo. En lugar de ello encontró un charco de agua grisácea. Sumergió la cabeza en él y rápidamente pegó un bote hacia atrás mientras escupía todo el agua que había tragado. Empezó a toser y al ponerse las manos encima de la boca y retirarlas se dio cuenta de que estaban manchadas de sangre. Entonces miró a su alrededor. Las copas grises de los árboles daban continuación a un nublado cielo oscuro. Y aquellas nubes salían de altas torres metálicas e inundaban el cielo de desesperanza. Empezó a llover. A Órobil le gustaba la lluvia. Así que se alegró y decidió ir a ver a su vecino Bánadil. Pero aquella lluvia empezó a quemarle la piel y Órobil tuvo que seguir corriendo su camino. Al abrirle Bánadil, Órobil le saludó sonriente. Rápidamente le explicó todo lo que le había sucedido y lo mucho que habían cambiado las cosas en tan solo 500 años, tiempo que había permanecido descansando. Estaba preocupado por la desaparición del arroyo, el mal sabor del aire y el triste aspecto de los árboles. Además, la lluvia no era agradable como lo había sido siempre, aquel día quemaba la piel e irritaba los ojos. Bánadil, entristecido, se acercó a la ventana y miró a través de ella el desolador paisaje.

-¿Te acuerdas de Fátafis? Murió hace 50 años – Órobil se quedó impactado y entristeció. – También Úrubel, Túnodil, Grádanel… -


Bánadil suspiró y miró hacia la ventana de nuevo. Una mariposa se posó en ella. Tenía muchos colores. -Órobil, la Tierra se muere- Le miró a los ojos. Una lágrima cayó de la mirada del inocente Órobil.

sábado, 8 de febrero de 2014

Canción de invierno.

5 de febrero y paseábamos por el centro de Barcelona. Sin rumbo, “ramblejant” por el casco antiguo (estábamos cerca de Las Ramblas, por eso digo ramblejant). Hacía frío y el invierno hizo que la noche se nos echara encima; serían las siete y media de la tarde. Paramos en el escaparate de una tienda especializada en material de dibujo. Tenía increíbles gamas de lápices de colores y acuarelas. Vimos a una mujer que cantaba dando tumbos por medio de la calle. Era un espectáculo ambulante y sorprendente. Su voz era profunda y grande, aunque perdida y desesperada. “Está mal de la cabeza” me dijeron. Me la quedé mirando, fascinado por su canto. Ella seguía cantando sin rumbo, no atendía a nada a su alrededor. Y cantaba y cantaba su melancolía. Paró, desorientada, en el cruce de una callejuela. Se volvió y me miró a los ojos. Aparté rápido la mirada, asustado, no la soporté. La mujer siguió cantando la misma canción, callejeando hasta encontrarse con una plaza. La perdí de vista pero seguía oyendo su voz, cada vez más tenue, cada vez más apagada. Se estaba alejando.


Vivía en las calles, las calles eran su mundo y la gente le resultaba ajena. Arrastraba un carrito con una mano mientras seguía su aria con caminar rápido y confuso. Me fascinaba, me fascinaba y me recordaba a Dean Moriarty. Ahora entiendo a Sal cuando, en la última página dice: “Pienso en Dean, pienso en Dean Moriarty”. Yo también pensé en Dean, pensé en Dean Moriarty y pensé en aquel alma que vagaba por las calles del mundo en busca de algo que no encontraría jamás: su destino. Cantaba y solo cantaba, y como Dean, pertenecía a ese mismo mundo de calles, al mundo subterráneo, porque solo le importaba el camino.