sábado, 6 de diciembre de 2014

Intangible.

Leve breve mueve entre la bruma
Espesa oscura espuma
Afilada.

Tenue libre salta hasta la Luna
Sola oscura amarga
Cálida.

Nimio mudo de oro insonoro
Lanza un susurro
Murmullo azul lánguido
Imposible.

Luna, oda
Ora calma amortiguada
Cual ola serena
Apagada.

Inmoral aullido inmortal
De roca blanca morada
Sin muros arriba
Al alma aterrada que mueve entre la bruma
La espesa oscura espuma afilada

Ahora callada figura persigue
Alza los brazos bastos a vasta hermosura
Anhelo de temor helado queda
apagado destruido
Intangible.

Solo:
Leve breve yace entre la bruma
Espesa oscura espuma
Afilada.


miércoles, 19 de noviembre de 2014

Leve y breve.


Está lloviendo. Ya era hora. Está lloviendo. No sé quién me ha empapado de su gusto por la lluvia. Supongo que nadie, por eso me gusta; o supongo que… por eso me gusta.

Joder, saldré a mojarme y quedarme quieto mirando cómo cae. Sí, qué gusto. Suena. Y todo es gris. Y empieza el frío, y corre el viento, y el pensamiento, porque la lluvia limpia la mente.

Han sido cuatro días raros. Han sido cuatro días efervescentes. Han sido cuatro días y hacía falta uno de color gris, lluvia. Se acabó el cínico sol que todo lo quema. La lluvia y el frío mienten poco. El sol por lo transparente hace arder.

Me gusta encapotarme. Paseo encapotado, cobijado por la música de mis cascos, armonizado por la levedad sonora de las gotas de lluvia. Y el cielo queda tendido en mis brazos, y puedes acariciar…

Luego me preguntó que qué me pasaba. Supongo que tengo el pecho un poco encogido, pausado…

-Supongo que…

Llegó aquel encuentro. Llegó la lluvia.

Como cuando un ejército de membrillos invade la casa con su aroma, apostados frente al cuadro que contemplará la putrefacción paulatina de los olores, la sucesión leve de los colores que terminará en un azul perpetuo. Al menos, consiguieron que el polvo fuera más soportable.

Como cuando un leve y breve rayo de luz atraviesa la ventana, chirriando destellante, insoportablemente ínfimo, insoportablemente huidizo que poco a poco mostrará tenuemente todas las partículas flotantes. Al menos, consiguió que el polvo fuera más soportable.

Como cuando partes un hilo de telaraña, invisible e impasible, atravesado en el vacío de la sala y que poco a poco seguirá tejiéndose marginalmente, en la esquina opuesta del espejo que te refleja en toda tu imperfección. Al menos, consigue hacer al polvo más soportable.

Como cuando desestimas las palabras sordas, los gritos apagados, las voces dormidas que salen de la pantalla y fijas tu mirada en el vértice donde se cruzan todos los imposibles. Al menos, consigue que el polvo sea más soportable.

Cuando resulta inexplicablemente ese cincuenta por ciento menos probable y tu espíritu, enfrentado al consenso, marcha al exilio. Cuando sus miradas se cruzan pero caen incoloras, presas de la inseguridad, tus pupilas apagadas. Cuando la fina hierba aún con el rocío hace daño a la piel y al alma. Cuando tu propio soliloquio interno destruye cualquier esperanza.

Al menos, la lluvia hace que el polvo sea más soportable.



miércoles, 12 de noviembre de 2014

Sobre los límites.

Igual es tan tarde que empieza a ser demasiado pronto; podría ser prontísimo para empezar a confundirse con demasiado tarde. Pero no pasa nada, estoy a mis anchas, estoy donde quiero estar porque se ven las estrellas si abro la ventana. Me he visto saliendo del cine. He salido al exterior. Hacía bastante tiempo que no trascendía hacia ese mundo expansivo y sin límites, hacía tiempo que no me sumergía en ese mundo. Lo echaba de menos. Y es que mi fibra sensible, quizás, sea la ciencia ficción. Hemos seguido paseando después de casi tres horas de película y yo le seguía dando vueltas al mismo momento. El dilema trascendental. La elección que inevitablemente va a guiar el futuro de toda la especie. Es uno de esos momentos en los que tocamos los límites de lo real y nuestra condición de imperfectos humanos nos delata. Miro hacia arriba y me transporto. Ya estoy a bordo.

****
Moondog. Cosmic Meditation. 20 min. aproximadamente de inquietante tranquilidad sonora espacial.

Se encienden los motores y se inicia el despegue. La misión está clara: explorar la infinitud del vacío, más allá de nuestro planeta, en busca de un lugar donde volver a plantar las semillas de nuestra civilización. Nuestro planeta agoniza, se muere, respira aire intoxicado, polvo de podredumbre que lo entierra todo como aquellas hojas amarillas del otoño. Tiempo. Tiempo. Más tiempo. Pero este escasea, y a veces pasa lento, o demasiado deprisa, no lo sé, es relativo. El tiempo que transcurre y nos acerca a nuestro objetivo a su vez aproxima a la humanidad hacia el fin. Sobre esa base jugamos. Ese es nuestro tablero de juego. De pronto, los astronautas se encuentran colgados en la inmensidad. Los cálculos pueden fallar. Nuestras matemáticas también son humanas. ¿Y si fallan? ¿A qué nos sujetamos? La racionalidad queda invadida por nuestras almas. Cada aliento es un cálculo, cada gota de sudor es una cantidad exacta de energía, cada suspiro, cada esfuerzo, cada parpadeo es un segundo de vida. Las decisiones son binarias; no se puede apelar a los sentimientos.

Primer dilema. De nosotros depende la supervivencia de la especie. Sale el capitán con expresión magnánima y empieza la asamblea de tres: el ya mencionado capitán, la doctora experta en física de la relatividad y el astrofísico afamado y apasionado venerador del cosmos. Debemos atravesar un espacio de distorsión temporal y cada minuto que pase será equivalente a unos cuantos años en la Tierra. Inevitablemente hay ambiente de tensión, terror. Todo cuanto conocemos puede que se esfume en el transcurso de unos minutos, allá en nuestro hogar, mientras nosotros apenas lo inadvertimos. Puede ser que viajemos demasiado rápido y cuando regresemos ya todo se haya ido. Estamos solos. Colgados. Nadie nos oye. Tenemos una gran carga sobre los hombros, la carga de la responsabilidad. Pero, ¿somos capaces de renunciar a todo cuanto queremos por la razón de actuar por esa causa superior, tan lejana? ¿Y si es aquello a lo que renunciamos la causa por la que luchamos? ¿Y si son todas las personas a quien amamos? El debate es intenso. Tres simples mortales acarician los límites de la inmortalidad. El valeroso capitán, de sólida moralidad, duda en si retroceder. La doctora medita, preocupada, incapaz de atisbar algún argumento moral en cualquiera de las dos soluciones. El venerador del cosmos asiente y se resigna ante la inmensidad incomprensible de la realidad y nuestra condición de granitos de arena esparcidos entre las estrellas aunque, finalmente, cree que debemos seguir adelante.

Segundo dilema. La decisión está tomada. Pero el acuerdo no era general. La duda. No somos ordenadores que tomemos decisiones binarias, apreciamos los matices, nos venimos abajo, surge el remordimiento, da paso a la desconfianza. El astrofísico venerador de las estrellas duda de la debilidad emocional de los otros dos. El capitán duda del excesivo idealismo del loco científico. La doctora piensa que la heroicidad vanidosa del capitán puede hacerle tomar decisiones imprudentes. Se observan unos a otros en el silencio, entre el sonido armónico de los controles de la nave. Los ojos están inyectados en sangre. No hablan. La convivencia se hace difícil. El límite de la cordura no existe. Joder, ¿existe algún límite allá arriba? ¿Importan los valores humanos si la posibilidad de regresar poco a poco se desvanece, junto con la esperanza? ¿Dónde acabaremos si no es perdidos en el espacio? ¿Dónde acabaremos si no es engullidos por la negrura infinita? Pero hay que recordar los objetivos. Hay que recordar la misión. Hay que recordar la causa.

****

El camino de vuelta a casa. Estamos metidos en los personajes. También nos sentimos encogidos de esa sensación de exceso de vacío, de soledad natural. ¡¿Y si fuésemos uno de nosotros?! Eso me abruma. Me excita. Pensar en que la humanidad puede pender de un minúsculo hilo sujeto, incluso, al más mínimo suspiro de alguno de ellos.

-Imagínate la situación, tío, imagínatela. ¿Qué hay más romántico que un astronauta perdido ahí, arriba… en el espacio? Buah, ni Canción del Pirata ni nada: ¡La Canción del Astronauta!-

- Yo es que pienso en un tío en silla de ruedas, invitándome a echarme un cigarrillo mientras va diciendo aquello de: puede que estéis viendo esto, eso quiere decir que el Plan sigue su curso, puede que no haya nadie delante de este holograma…-

Pink Floyd. Interstellar Overdrive. 9 40 min. Colgados de los hilos colgantes, punzando las estrellas.

****

Tercer dilema. El viaje de vuelta. La misión se ha terminado, pero no todo ha ido según lo planeado. Ha habido sacrificios. Nunca nada va según lo planeado. Ha habido sacrificios. El capitán ha demostrado su valía en un acto heroico. La física relativista ha conseguido los resultados. El astrofísico no está. El astrofísico se ha aferrado a la ciencia maníacamente, ha perdido su mente que se ha fundido con el espacio. Y ambos vuelven a poner los pies sobre la Tierra. Pero ya nada es igual. Todo el mundo está preparándose para empezar de nuevo, para partir hacia otra estrella, y ellos son los que los han mandado al exilio. Exiliados del hogar. Aún quedan unos pocos años, pero todo seguirá su curso. Habremos acabado por devorar este planeta y huiremos de él buscando otro nuevo horizonte. Del capitán se pierde la pista, no vuelve jamás a aparecer, pero nadie olvidará que fue él quien empezó todo esto. Aparecerá en los nuevos mitos de la nueva era. La física ha quedado sumida en un letargo mental profundo. Ahora vaga entre el polvo y los demás restos que siguen, a su vez, pulverizándose. Pero nadie olvidará que fue ella quien empezó todo esto. ¿Deberían haberse quedado colgados?

****

-Tío, no sé. Cuánta epicidad. Yo también me siento vacía-  Y se ríe.

-Oh, dios. Deberíamos ir a tomar algo y hablar de todo esto. Es más, en cuanto llegue a casa me pondré a escribir. No sé, me he quedado flotando.-

Luego nos fuimos, cada uno a su casa. Y me metí en la cama queriendo ser astronauta.

domingo, 19 de octubre de 2014

Trilogía de mi realidad descompuesta.


I. Compasión.

Mi hermano reclama mi ayuda en la tarea de limpieza, o más bien, en la tarea de búsqueda. Un aburrido día de enclaustramiento y opta por empezar a removerlo todo. La mesilla de la habitación, hasta ahora siempre inamovible, queda desplazada y descubre una macabra escena. Buscábamos un pincho lleno de películas que nos había dejado un amigo. No sé si aquel era el sitio y el momento para hacerlo, pero empezamos a desbaratar la habitación.

-¡Ayúdame a buscarlo! ¡Ayúdame a buscarlo!-

Unos meses más de sordidez acumulada y detrás de la mesilla aparece el giroscopio que la profesora de física nos había dejado para que curioseáramos jugando en casa. Después de retirar la mesilla aparece un festival de polvo y hollín semipetrificado aglomerado junto con monedas de dos, cinco y diez céntimos. Asombrosamente redescubrimos un montón de “tesoros” insignificantes que habían caído por la pequeña rendija del olvido, entre la mesilla y la pared. Una chapa de cerveza italiana. Un palillo de los que te metes en las orejas. Los céntimos de uno que antes no he mencionado y siempre están presentes. Una pulsera rota con piedrecitas blancas semejantes a granos de arroz. Un collar deshilachado con una pequeña figurita de arcilla pintada. Partituras horrendas, plásticos y paquetes de pañuelos. Todos los libros acaban encima de la cama y también esa curiosa lámpara que hace ver que tiene muchos años y nunca ha funcionado.

Un poco de compasión que cae de mis ojos. Y empiezo a recoger algunos artilugios y objetos de esos insignificantes y ya olvidados. Selecciono y mi hermano me espeta: “¿Quieres guardar todo eso en el baúl de las cosas absurdas? “ Luego me lanza la escoba.


II. Trascendencia.

-Andrés Hurtado acaba suicidándose, ¿no?-
-Sí-
-Se veía venir…-

Y ahora voy paseando por la calle invadido por un pesimismo trascendental. Me han clavado una espada muy hondo. Esquivo la gente sin aparente entusiasmo, ofuscado en mis propios pensamientos. Me detengo en medio de todo y empiezo a girar y a girar. Una gran sonrisa se ilumina en mi cara. Me invaden unas inexplicables ganas de reír.
Pero solo son almas.
Almas con su percepción propia de la realidad.
Almas que existen para ellas.
La calle de las almas.
La calle de los gritos.
La calle de las bicicletas.
La calle de los niños.
La calle de las almas.
La calle de una sombra.
Río y río y río y río. Andrés dice que la única solución es la contemplación indiferente.

- ¿Y tú qué piensas que es la realidad?-
- Yo creo en el determinismo científico.-
-El otro día iba montado en bicicleta. En mi bicicleta con cestita, con cestita desatornillada y ruidosa y dando botes por el camino de tierra. Pensé en las estrellas, ¿sabes? Pensé en que, tal vez, una especie extraterrestre podría no llegar a las mismas conclusiones acerca de la existencia que nosotros, puesto que su percepción del mundo estaría influida por su misma existencia, por el filtro de su propia mente, al igual que nuestra percepción del cosmos. ¿En qué se parecerían ambas? La ciencia humana no se parecería en nada a una… supuesta ciencia alienígena, ¿entiendes? Sus matemáticas están creadas a su medida, al igual que las nuestras, que se adaptan a nuestro conocimiento. Pero sería como si ambos estuviéramos rascando del mismo montón y, por lo tanto, extrayendo pedazos de lo mismo pero desde distintos puntos de vista, ¿no?-

Largo y tendido discutimos sobre los límites del cosmos. Nos entretenemos conspirando. Pero no son más que palabras. Somos unos charlatanes. Intentamos demostrar vagamente la inexistencia de Dios y quedamos totalmente convencidos y entusiasmados con nuestros resultados. Abrimos mucho los ojos y escupimos pequeñas gotas de saliva mientras hablamos efusivamente de todo y de nada, de la trascendencia de las cosas trascendentes y de la trascendencia de las cosas banales.


III. Soledad.

Ahora es más de medianoche. Siempre encuentro mi refugio a estas horas delante del teclado. Últimamente me siento un fantasma que vaga en una calle llena de gente rara. Todos hemos cambiado. Tengo miedo. Estoy ansioso. Todo es raro. Me ha caído una pequeña lágrima y he apoyado la cabeza en la mesa del ordenador. La habitación está oscura. Solo se oyen las teclas. Ella es una de las pocas almas cómplices que siento cercana… y está lejos. Pero siempre es cálida.

Podría pasear descalzo por el suelo frío. Podría esperar y ver cómo me recorre esa sensación fría todo el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, erizándome todos los pequeños pelillos de la barba. Podría bajar a azotar el piano con acordes imposibles o, simplemente, hacer sonar una tecla levemente y esperar a que se fundiera con la calma…
La calma que todo lo engulle…
La calma imperecedera…

La calma que me tiene…

lunes, 13 de octubre de 2014

Billie Blues.

Billie Blues, ecléctico despojo de la humanidad, siempre distante de los cánones de belleza. Hoy ha salido por la ciudad. Una gran luna vigilaba todos sus pasos, pero ha sido porque no tenía más remedio. La juventud de la noche lo ha rechazado. Miraba con recelo a los afortunados del fondo. Anhela la superficialidad esa, la que es leve pero los hace lucir como estrellas entre tanta oscuridad. Pero, acto seguido, se siente un renegado. No pertenece al mundo de los vivos. Más abajo. El cartel de la entrada le escupía y le hería: “Ellas entran gratis”. Un hilo de rabia empezó a fluir. ¿Dónde estaba? Aquellos que alardeaban. Aquellos otros que se aprovechaban del sudor…

Suiguió el camino que marcaba el fin de la noche. La luna se había rendido. El sol salía. Billie Blues también se había rendido. El sol salía. El camino de tierra se manifestaba en penumbra. Había llovido. Un zapato de tacón mojado estaba tirado en el suelo. No tenía dueño. Se quedó mirándolo un instante y siguió andando. Recordaba haberlo visto la semana pasada en ese mismo lugar. Era un zapato triste. Le recordaba lo abatido que estaba. 

Billie Blues encaja las llaves en la cerradura y pasa hasta el fondo del pasillo. Las luces están apagadas, el silencio reina. Enciende una lámpara pequeña y una luz tenue empieza a hacerle compañía. Ahí está. Y lo ve.

-Un elefante carmesí me aguarda cuando llego de noche y están las luces apagadas. De pronto aparece en su rincón de la estantería, con su singular gesto y su tornasolada sonrisa, una mirada de ironía y sentado sobre sus patas traseras. Está debajo del pianista cubano cabezón, rodeado y bien guardado entre libros viejos y polvorientos. Levanta la trompa y se toca la parte posterior de la cabeza al mismo tiempo que, sonriente, saluda con una de sus patas en alto. Creo que es un amuleto para el sexo y la fecundidad que debes poner en la mesita de noche como si fuese un guardián para que tenga efecto, o eso me dijo aquel senegalés de Florencia.-

Medita Billie Blues, mirando la inmóvil figura de la estantería. Es un duelo de silencio, un duelo entre una mirada muerta y otra aparentemente viva.

- El senegalés de las calles de Florencia me sostuvo la mano y me puso la figura. Nos dijo que era un regalo. Sin dejar de tenérmela me explicó todas sus maravillas y milagros. Luego nos pidió algo de dinero por la figurita carmesí. Me la guardé en las profundidades de la mochila. Ahora que reposa en el estante, mientras me mira con tono de burla, me fijo en su oreja. Está rota. Está rota en medio de este silencio nocturno. Está rota la oreja del elefante carmesí y yo, enfrente de él, con mirada persuasiva. Y él, frente a mí, con gesto convencido. Parece que me esté retando. Parece que me esté diciendo algo. Parece que me mire con aire de experiencia, que lo comprenda todo, que se ría sarcásticamente de todo lo sucedido. Parece que haya sido el que ha dejado el zapato abandonado en medio del camino.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Dosis.

Sé lo que me pasa. Sé exactamente lo que me pasa. ¿Euforia? No, ¿qué dices? Se está acercando. Noto como se acerca. Nerviosismo. Paseo por la casa sin rumbo y sin rumbo dejo de pasear. Me lavo la cara con agua fría, me miro en el espejo. Me vuelvo a lavar la cara con agua fría y me vuelvo a mirar en el espejo. Sacudo la cara mientras me miro con mis ojos fijos. Corro nervioso, de nuevo, pero esta vez doy vueltecitas sobre mí mismo. Miro al techo y pienso, busco, remuevo, desentierro, descubro… ¡Joder, eso es bueno! Y por mi habitación veo a Celaya apuntándome con su poesía. Y encima de mi mesa veo a Kerouac amenazándome con cohetes amarillos que explotan como arañas entre las tinieblas. Y me dan ganas de salir al jardín y enfocar al sol a través de un trozo de cristal punzante y en forma de media luna.

Existen ese tipo de personajes ensimismados en su propia idea. Encogidos…bueno, no, más bien encorvados, con las manos detrás de la espalda, dando vueltas en círculo como una pantera presa. Pero no viven aquí. Sé qué les pasa. Sé exactamente qué les pasa. Están notando como se acerca. ¡Joder, vaya si lo notan! En ese momento es cuando se paran en seco y desenfundan el carboncillo y empiezan a mancharlo todo con sus ideas insolubles y encolerizadas, mezcladas y sosegadas, mortecinas y oscuras.

Yo sigo mi ritmo acelerado. Estoy tenso. Sé exactamente qué me pasa. Quiero escribir. Quiero azotar el teclado y escupir palabras, escupir por los dedos. Lanzar epitafios malditos a pétalos que se pudren y que se lleva el viento. Quiero vaciar el alma o desgarrarla. Pero no lo haré hasta que la casa esté silenciosa. Hasta que no haya ni un ruido que pueda alterar la impermeabilidad de la sala. Hasta que esté cara a cara conmigo mismo. Entonces: me queda dar vueltas o abrir la ventana y gritar que se vean las estrellas. Tendré que esperar a quedarme solo.

Me doy miedo. Me he transformado en una especie de bestia. Cuento sin parar y devoro los espacios en blanco. Me aíslo del mundo exterior. Cuando entro en trance empiezo a no entender lo que se cuece fuera. Y de pronto te pueden dar ganas de llorar. Puede ser que me haya equivocado. No he esperado a quedarme solo y he mantenido contacto. Cuando soy un extraterrestre me convierto en irascible y ofuscado. Tendría que haber esperado a quedarme solo. No distingo lo siguiente que sucederá de los espacios en blanco. Lo dejaré aquí.
                                                                           
"                                                                     
-¿En cuáles piensas ahora?-
- Pienso en las que vemos y ya no están, las que igual desaparecieron hace miles de años pero siguen ahí.-
- Esas son las que más hacen pensar. Yo también pienso en las que están… pero ya muertas-
"

jueves, 18 de septiembre de 2014

Azul edulcorado.

Oh, mierda, otra vez. Un agujero aparece en la entrepierna de mis pantalones vaqueros. Cuatro o cinco luminosas soluciones pasan por mi cabeza. Aunque creo que al final me quedo con la de poner un parche improvisado. Luego empieza a levantarse mientras voy andando y acaba correteando por mis piernas, como las monedas que llegan hasta la planta del pie cuando tienes los bolsillos agujereados. Finalmente: tendré que reemplazarlos.

Atravieso el portal acristalado y de pronto me hallo sumergido en un estereoscópico festival de música discotequera, entre trapos y prendas edulcoradas (no sé, ahora todo está edulcorado), mangas de camisas desteñidas y poperos colores amarillos. Están ahí, las capitalizadas expresiones faciales de ídolos del cine en forma de camisetas, apiladas unas encima de otras sin consenso alguno. “¡Oh, dios, ese es un Stormtrooper!” Salto al hiperespacio de arco iris. Quiero comprar y consumir. Siento el impulso de levantar el brazo, puño en alto, y moverlo al compás de la música BUM BUM BUM… Pero, bien. Venimos a por pantalones. Simples. Sacudo la cabeza y despierto. Rápidamente, mientras mi expresión de asco va progresivamente en aumento, doy una pequeña vuelta por la tienda. No hay pantalones válidos y, si los hay, los dejo por el camino. Vengo de otro planeta. Los entes que por ahí moran son esclavos de los trapos, los trapos de colorines edulcorados. El nerviosismo va en aumento y decido salir corriendo. Salgo un tanto encogido. Reflexiono. Inevitablemente, la moda acaba resultando una expresión puramente personal. Pero esa expresión casi involuntaria, a veces, termina en una desvalorizada obsesión por aparentar. Me abruma. Tanta superficialidad me insta a querer salir de ahí.

Azul casi transparente. Mi debilidad es la cultura capitalizada. Libros, libros. Puestos a gastar dinero, gastémoslo en libros. Es una especie de fetichismo. Azul casi transparente. Solo el título del libro me llama la atención. Azul casi transparente como el de algunos pantalones desgastados a propósito que podía haber encontrado después de atravesar aquel portal de cristal. Mi futuro pantalón queda transmutado en “Azul casi transparente”, del Murakami oscuro. El otro.

Es como un puñetazo de crudeza y personalidad. La vida a través de los ojos de unos jóvenes heroinómanos pero con un aire intimista, puro, una especie de haiku suicida. Luego el protagonista sale al balcón únicamente a contemplar el horizonte mientras llueve de forma reconfortante. Solo él lo entiende. 

lunes, 1 de septiembre de 2014

De las últimas.

Paseando por la calle mayor que iluminada empezaba a estar de las primeras luces nocturnas. Aún la luna cedía los últimos rayos de luz al sol; la luz atenuada. Media tarde. Bajando por la calle al ritmo de la música de nuestra propia energía. Las ocho.

- Tío, he tenido una idea. Cada cinco pasos saltamos arriba y fotografía -
- ¿Qué dices? -
- Uno, dos, tres, cuatro, cinco… -

Yo en un giro aéreo me encaraba a la cámara y ella disparaba. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Al oír el quinto paso me vuelvo y salto. Fotografía. Después de unas cuantas repeticiones me adueño de la máquina. Yo hago la cuenta. Me persiguen porque la idea les parece estúpida. Se interponen entre mi objetivo y ella. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

-Tío, no me dejáis alternativa. Voy a saltar y apretar el botón a la vez para que no salgáis delante –

Llegamos al lugar concurrido, al triángulo de bares de la calle mayor, al triángulo de las cañas. Me dicen que deje de hacer el idiota con la cámara. Nos adentrábamos en una tasca a por nuestra bebida rubia. Cuatro normales y una con limón. Acto seguido conspirábamos sobre la noche del día siguiente.

 - Vaya maneras...  – mira a los demás y apunta – El otro día decíamos que mañana íbamos a pillar y él dijo “a mi me van intelectuales”. – Pone gestos un tanto burlescos. Abro los ojos e intercedo.
-  Yo me hago el interesante – acabo arqueando la ceja – y hablo de literatura y del nihilismo de la vida y esas cosas… (aquí es como que quieres dar la sensación de rollo bohemio y tal)
-Mañana ligamos hablando de matemáticas – mirada cómplice y estrechamos la mano.
-Mira, mira. Primero entras con la canción, luego cuentas el chiste de la parábola y preguntas sobre la fórmula. –
-¡¿Y el juego?! Cuando te digan la palabra, espalda al suelo. –
- Dios, dios, dios, dios. Canción, parábola y… joder,  ¿en medio dices la palabra y como un gilipollas con la espalda pegada al suelo? –
-Hasta que te toquen, espalda al suelo – Se supone que cada uno teníamos nuestra palabra clave y cuando alguien la dijera tendríamos que pegar la espalda al suelo y no levantarnos (opcionalmente hacer la cucaracha) hasta que cualquier ente nos rescatara simplemente con un leve contacto.

Ahora reímos todos. Las risas veraniegas apagan la conversación. Septiembre es el mes decadente, todo lo que quedaba pausado vuelve a ponerse en marcha, todo lo que había quedado en la bruma empieza a condensarse y aterrizamos. Esta era de las últimas. De esas en que la luna cediera los rayos al sol de las ocho de la tarde. Luz atenuada.

jueves, 28 de agosto de 2014

Venga, fuera.

Abajo.

Mis manos aferradas a la tela. Algo lo ha engullido todo y se lo ha llevado.

Sollozo.

Rabia.

Ni veranos escurridizos ni inviernos interminables. Ni capas cadavéricas de hojas muertas, cubriéndolo todo, ni primaveras esclarecedoras. Solo los momentos que venían, pasaban y ya se han ido. Solo están las putas esquinas que ahora quedarán vacías. Se rompió todo. Se rompió aquel día en que renunciaba a la eternidad por pasear por puentes infinitos. Me encontré con parte del cielo tendido en mis brazos… y todo eso que se iba volando.

Arriba.

Fuera.

Bien, vamos a ver. ¿Está todo en orden? ¿Seguro que está todo en orden? Los poemas, ¿dónde están los poemas? Ni una lágrima, solo una leve sonrisa melancólica. El puente, el lado del río, el sofá mugriento, el banco de debajo de la farola. Seguimos, a ver, unos zapatos rotos, agua burbujeante… ¡La canción! ¡La canción! ¡Los gritos al aire de rebelión! Esto… también las frustraciones, también. ¿Qué más? Los momentos… los momentos. Una lágrima pasada, un escrito, una nota… Las risas, las sonrisas, las caricias. Recordar no es malo, mantenlo en su sitio. Pasado.

Mantenlo en su sitio.

Arriba.

Me acuerdo del consejo, sí, de ese consejo. Espalda recta, palmaditas en las piernas, salto hacia arriba y salir gritando. Salir gritando. Cabeza en su sitio. Bien. Barba. Me la acaricio. En su sitio: rasca. Podemos seguir adelante.

Fuera.

lunes, 11 de agosto de 2014

Un corte de luz en el cielo.

Veo sus caras. Veo sus gestos de rabia. Veo la saliva que sale de sus bocas disparada en pequeñas gotas que se difuminan en el aire. Veo cómo escupen palabras. Veo cómo se indignan y cómo se inyectan sus ojos en sangre. Veo cómo se enfrentan cara a cara e intercambian sandeces y exabruptos salidos de tono. Veo cómo todo va deprisa. ¿Alguien tiene razón?  Estoy expectante. Son todos iguales. Salgo fuera.

Levantas la vista y ahí está: la cúpula estrellada del cosmos. No hay nada que hacer. Somos pequeños. Mientras todo descansa en el perpetuo vacío nosotros nos peleamos en este granito de arena del que nos hemos adueñado. ¿Quién nos vendrá a salvar? Creo que nadie. Somos solo polvo de estrellas. Pasamos unos detrás de otros sin que allá arriba nadie se inmute. Hoy hay lluvia de estrellas. Estirado en el suelo, sintiendo el tacto de la arena y haciéndola pasar por entre tus dedos. Sintiendo el tacto de la hierba, húmeda de la noche. Ahí están las estrellas, ahí, arriba. Y como un corte de luz en el cielo veo la primera estrella fugaz. Y mientras tanto todo sigue en su lugar.

Están en sus casas, pegados a la caja tonta, pudriéndose en sus butacas. Están en las terrazas de los bares tomándose unas cañas. Están leyendo un libro. Están fundiéndose en la cama. Están cometiendo un asesinato. Están persiguiendo al asesino. Están dirigiendo a la gente a la ruina. Están al borde de la muerte. Están al borde de la vida. Están muriéndose de hambre y muriéndose de ricos. Están en todas partes. Protestando en las calles. Rezando a dioses verdaderos y riéndose de dioses falsos. Meditando sobre su sentido. Siendo pragmáticos en el sin sentido. Algunos miran las estrellas. Las únicas estrellas fugaces somos nosotros, polvo de estrellas.

Segundo corte de luz en el cielo, segunda estrella fugaz. Van cayendo mientras tanto. Y estoy embobado mirando hacia arriba. Cuando veo todos aquellos mundos de hace millones de años me entra un escalofrío. Su luz ya está extinta o seguirá brillando algunos millones de años más. Es reconfortante, es una manera de decir que no le importamos a nadie más allá de nuestro pequeño hogar. De alguna manera me empapo de ese sentimiento y cómo un alienígena paseo entre los entes terrícolas sin apreciar su existencia. Qué pequeños somos y qué poco le importamos al vasto cosmos si tal como nacemos hemos de morir. No somos más que fruto de las circunstancias, nada más.

Creo que mientras me escupan en la cara sus inútiles palabras les diré - Tío, si no eres más que una mota de polvo en este universo, no vas a cambiar las cosas. No le importas a las estrellas, seguirán ahí y tú morirás. – Luego volveré a estirarme en el suelo, pasaré la arena entre mis dedos y notaré la húmeda hierba. Tercer corte de luz en el cielo, tercera estrella fugaz de la noche, polvo de estrellas.

lunes, 28 de julio de 2014

El Tambor Remendado.

“En otro espacio completamente diferente, la madrugada envolvía Ankh-Morpork, la más antigua, grande y sucia de las ciudades. Una lluvia fina caía del cielo plomizo y perforaba las nieblas del río que serpenteaban entre las calles. Las ratas de diferentes especies se dedicaban a sus ocupaciones nocturnas: cobijados en la capa oscura de la noche, los asesinos asesinaban, los asaltantes asaltaban y las busconas buscaban. Etcétera, etcétera.”

Era otro espacio completamente distinto: las bebidas de diferentes especies se esparcían por el suelo de la plaza. Los botellines de las cervezas de todas las marcas seguían una sucesión aparentemente lógica, tiradas por el suelo. Dos de una aquí, tres de otra allí. Un murmullo de entreacto había sucedido al descanso de las tres de la orquesta y la plaza se había medio vaciado momentáneamente. La verbena descansaba y se tomaba un respiro.

“El interior del Tambor Remendado era ahora legendario y había pasado a la historia como la famosa taberna de peor reputación de todo el Mundodisco. Los clientes eran los habituales héroes, asesinos, mercenarios, criminales y villanos, y sólo un análisis microscópico habría podido diferenciar a unos de otros. Espirales de humo reptaban hacia el techo, quizá para no tocar las paredes.”

Una cochera abierta, dos camareros apoyados en la barra y un par de clientes en stand by. Entramos tres de nosotros, decididos, a por unos chupitos. El camarero nos ve venir. Su rostro fruncido está acentuado por sus arrugas surgidas de la antipatía. Tiene un pendiente en una oreja y una mirada arrogante. Cuatro pelos mal afeitados sobresaliendo en su cara puntiaguda. Enseguida se pone a la defensiva e intuye que somos unos jóvenes tocapelotas que vienen a reírse de él. No puede permitirlo, así que jugaremos a “ver quien es más listo”.

Pide Sam. “¿Cuánto valen unos chupitos?” El tío no se va a dejar engañar. Esa pregunta puede resultar absurda y seguro que tiene un trasfondo malévolo y burlón. Está claro que el precio varía dependiendo del contenido y estos chavales van de listillos y solo quieren vacilarle. El camarero escupe una respuesta a la altura. “Depende de lo que os ponga. Si queréis os pongo tres chupitos de agua, eso es lo más barato. ¿Whisky? Si queréis… como si os pongo lejía”. Nosotros le seguimos la broma. Nos reímos. Igual era que tenía complejo de idiota, pero el caso es que se sintió ofendido de que siguiéramos con el juego que había empezado él. “Ya sé, vosotros venís aquí a reíros de mi. No soy idiota, ¿sabes? Aquí no me ando con tonterías…” En verdad no sé si diría eso, solo veía como discutía con mi amigo y escuchaba algunas palabras sueltas. Yo me limitaba a reír y a mirar a mi otro colega por encima del hombro de Sam, que estaba en medio, entre nosotros dos, haciendo papel de diplomático. Le pidió el carné y Sam, extrañado, se lo extendió soltando “¡Pero si tengo veinte años!”


Lo siguiente fue lo más divertido. Al ver como me reía y le dirigía una mirada cómplice al otro de mis colegas, el audaz creyó habernos pillado en plena conspiración. “Y este de aquí que se ríe… - se refería a mí-  Os saco la vara de madera que tengo aquí detrás y os doy a los tres, así”. E hizo un gesto un tanto ridículo simulando ser poseedor de su vara de madera. Acabó por echarnos, apuntando con el dedo hacia fuera de la cochera. Un tanto indignados nos fuimos de aquel pequeño antro, atravesando la plaza, entre el  silencio del descanso de la verbena.

domingo, 6 de julio de 2014

Lágrimas Dulces.


De madrugada escribo. A mi derecha tengo un sombrero colgando de la pantalla del ordenador. Una botella de cerveza italiana haciendo turno de guardia a mi izquierda. El hombre de la etiqueta, el señor Moretti, me mira fijamente. ¿Qué quieres, señor Moretti? ¿Quieres hablar? Hablemos. El silencio imperante se puede quedar de testigo mientras conversamos.

La verdad siempre se queda callada hasta la madrugada. Espera hasta las últimas horas para mostrarse. No le gusta el barullo de la gente, prefiere la cálida y cercana calma visceral. La noche es perfecta. No tiene prisa y es seductora. La noche te descubre a las personas. Pero es al final de la noche cuando lo has visto todo. Recuerdo un amanecer en medio del mar y que la confianza propia de amistades ya viejas se notaba en nuestras palabras. Una ráfaga suave y salada nos acurrucaba de espaldas al sol naciente, naciendo en el Mediterráneo. Habíamos sobrevivido a la fugacidad nocturna y mágica.

Los momentos se añoran, pero en los recuerdos se vuelven a vivir. Las lágrimas suelen ser saladas, como el mar salvaje. Pero hay que conseguir que sepan dulces de añoranza tierna. Tengo la foto delante de mi, señor Moretti. Estamos los tres haciéndole una mueca al ocaso de la oscuridad y con el inmenso mar, que inspira respeto, al fondo, impasible. Una banda anaranjada difuminada con el cielo que poco a poco se aclara. Pasábamos entre Córcega y Cerdeña.

No teníamos prisa, para nada. Aunque sabíamos que el final se aproximaba. Tenuemente se iba haciendo de día y volvíamos a la realidad. Y a la noche siguiente, lágrimas dulces de despedida. Ahora estamos tú y yo, escribiendo de madrugada. Pero eres una triste cerveza vacía haciendo turno de guardia, reposando encima de la torre de mi ordenador. Llevas nombre italiano, señor Moretti. Y estuviste en el mismo sitio que yo desde aquel primer día. Pero no sentías lo que nosotros, cruzando el estrecho con el sol a las espaldas y la brisa salada.

Esto es por vosotros.

martes, 1 de julio de 2014

VII

Y esta piel que vivo,
gruesa como piedra pura,
es de zarza por dentro.
Y me consume,
me consumo a mi mismo.
A veces por dentro vacía,
busco a alguien
con quien llenarme.
Y no encuentro a nadie.
Y sigo vacío.
Refugiado en mi aparente coraza
con zarzas por dentro.


lunes, 16 de junio de 2014

Pequeño blues en el barranco de las almas errantes.

Ahogado en su mente se encontraba prisionero de su pluma y el papel en blanco. El murmullo constante e inalterable de las personas le mantenía preso. No podía pensar, no podía escribir. Necesitaba encontrar el lugar donde ubicar sus versos. Necesitaba encontrar el sitio donde su sensibilidad tomara forma y fuera conducida por la fuerza subjetiva de la nada, se liberara, y llegara a recrearse en bellísimas palabras que jamás nadie hubiese escrito. Debía abandonar aquel lugar atestado de la ignorancia de las mentes insensibles y cerradas, conformistas y poco moldeadas por el toque de la genialidad. Cuando escribía nadie le comprendía, nadie valoraba sus obras. Se sentía solo.

Ahogada en su mente se encontraba prisionera de su pincel y el lienzo en blanco. Las formas definidas la abrumaban, las formas poco definidas le invadían la mente y le hacían caer en una espiral de nihilismo e incomprensión. Estaba abatida, inmovilizada, no podía dar rienda suelta a su mente creativa. Buscaba huir, encontrar el lugar que le inspirase tranquilidad y bienestar. Buscaba aislarse de lo conocido, de las pautas, de los estilos. Nadie comprendía sus pinturas. Se sentía sola.

Ambos huyeron, exiliados apéndices de la sociedad, sin un rumbo, sin una dirección fija, pero con un destino ya acordado por la aleatoriedad de la vida. Las almas gemelas se encontraron, sentadas en un barranco, mirando al horizonte, pluma en mano, pincel en mano, en el lugar que inspiraba sus sueños. Sus miradas se cruzaron e impasibles y compasivas calmaron sus almas errantes. Buscaron el horizonte de tierra de nadie y juntos desahogaron lágrimas y comprendieron su propia soledad al instante. No hubo ninguna palabra; no hacían falta palabras. Sus palabras y sus trazos decían lo mismo. Pero siguieron su paseo errante por la vida, separados, porque eran criaturas solitarias.

jueves, 22 de mayo de 2014

¿Sueñan los androides dentro de libros electrónicos?

Entro en una librería. Veo libros, muchos libros. Pero a mi me interesan los pequeños y escurridizos, los que se malgastan con el tiempo y dejan ver los vestigios de su paso por tus manos. Y son baratos. ¿A qué huelen los libros? No lo sé, supongo que a humanidad. Huelen a que te contarán una increíble historia. Huelen a una mancha de tomate de la comida de antes o a una gota de sangre que se te ha caído de la nariz (y es que a mi me ha pasado).

Entro en una librería. Veo libros, muchos libros. Me vuelvo loco y pienso en cuantas vidas debería vivir para leérmelos todos. No salen las cuentas y decido intentar subdividirme y que me salgan dos cabezas. ¿A qué huelen los libros? Yo soy de esos que hunde sus fosas nasales entre las páginas a ver qué le suscitan. Qué estímulo capta. Y es verdad que puedes palpar el granillo de las hojas de cada edición distinta. Y si es viejo y las hojas son amarillentas-anaranjadas, huelen a historia vieja y son aún más interesantes. Voy a una librería de viejo dispuesto a sumergir el hocico en cuantos libros pueda. Remuevo sus páginas, las paso rápidamente por delante de mi. Empiezo a leer la parte trasera pero no acabo porque tengo cuatro libros más en la otra mano y, ¡mira este! Cojo otro.

Entro en el metro. Veo libros, muchos libros. Veo tablets o libros electrónicos de esos de color blanco tan falso de sus hojas de bits. Cuando veo gente leyendo libros corrijo mi postura suspicazmente mientras estoy apoyado en el plano de las líneas del metro para alcanzar a descubrir el título de la obra. Cuando veo gente leyendo tablets o libros electrónicos de esos de color blanco de las hojas tan falso… Ey, espera. Si no puedo descubrir el título. Miro por arriba, por debajo. Bien, creo que lo pone arriba, en la parte de arriba de la hoja, muy pequeñito. Pero no huele, ¿no? ¿A qué huelen los libros electrónicos? ¿Sueñan los androides dentro de libros electrónicos?

martes, 20 de mayo de 2014

El último que apaga las luces.

Siempre que llevo una camiseta guay el profesor de Filosofía, al que llamaremos Jimmy Jazz en este mi blog, detiene sus metafísicas explicaciones y me clava la mirada en el pecho. En el silencio absoluto me señala. –Es Frankenstein, bien, me gusta- sus ojos azules y nerviosos indican una miscelánea de parodia, extrema atención y un “lo digo totalmente en serio”. Después es cuando se acerca a la ventana, sube las persianas y recita haikus improvisados mientras otea el horizonte con mirada perdida, describiendo el paisaje  melancólicamente. La clase le mira fascinada.

Luego están los químicos que confunden mi camiseta de la tabla periódica de Minecraft con la tabla periódica de los elementos. Como sé que siempre sucede me la pongo en los exámenes de química para ver cuál es su reacción. -Oh, qué bonita, es la tabla periódica- dicen. -Es de un videojuego, no es la tabla periódica- digo. Acto seguido, me miran extrañados y un tanto desilusionados. –Ah, bien-

Pero siempre están esos momentos en que los profesores sueltan alguna frase meritoria de ser considerada cita célebre. Así pues, mientras resolvíamos fatigados un problema de dinámica la profesora de Física nos soltó: - A mi, cuando me estaba sacando el carné de conducir, siempre me decían que “aunque pongas la virgen en el coche, esta se baja a partir de los 100”- Todos reímos, salvo la semana pasada (como diría Rajoy), en la cuál apareció por la puerta con las notas de los exámenes de Física. “Esta vez ha sido la peor”. “Nunca me había pasado algo así” y esas cosas que dicen siempre los profesores cuando salen los exámenes mal. No sé, pero siempre dan a entender que el curso del año anterior lo hacía mucho mejor que nosotros. Y la verdad es que no me salen las cuentas, porque si siempre somos los peores y esto se repite sucesivamente, a los últimos les toca sufrir la insoportable carga del destino: bajo cero. Aunque estos podrían ser rescatados por el eterno retorno nietzscheano.

Recuerdo entonces. El profesor de filosofía se sentó encima del respaldo de la silla y se inclinó hacia nosotros. Las persianas estaban entreabiertas y los rayos de luz afilados se colaban por ellas y flotaban iluminadas las motas de polvo. -La realidad imita al arte – nos dijo antes de bajar las persianas. – Las nubes son como de un cuadro impresionista y nosotros tenemos que bajar las persianas-.Vampiros de nosotros, nos sumimos en la oscuridad y Jimmy Jazz empezó a recitar los “versos” de Nietzsche, sus “sentencias y flechas” propias de un atormentado que escupía tantas verdades que se convertían en locura. Y nada tenía sentido y Nietzsche se volvió loco al descubrir la ignorancia del hombre y estrellarse de bruces con ella y todo seguía sin tener sentido. Pero el vicioso círculo de la vida, el eterno retorno, la insaciable repetición, la aleatoriedad del choque de los átomos en sus infinitas sucesiones infinitamente repetibles volverá a matarnos como lo hizo con Nietzsche. Se volvió en su contra, tal vez, porque descubrió la poesía de la vida.

Para más banalidades cuando trajeron una tortuga a clase para la asignatura de Biología. Medía treinta centímetros y decidieron esconderla en un cajón (pobre animal). Cuando llegó la profesora de CMC le pidieron que lo abriera y dio un brinco al ver al anfibio allí encerrado. La profesora de Inglés decidió que no le importaba que la tortuga estuviera campando a sus anchas por la clase con tal de no tenerla encerrada; así que tuvimos una tortuga paseando por entre los pies mientras nos explicaban las condicionales del Inglés.

La clase silenciosa escucha el monólogo del filósofo con atención. Sus ojos moviéndose cual centellas y sacudiéndose el pelo una y otra vez. Ahora es cuando suena el timbre de las tres menos diez. “Bueno, chicos, salimos de clase” y todos se levantan apresuradamente para irse a sus casas. Están los que recogen rápido porque tienen prisa, los que recogen rápido por virtud y los que aunque tengan prisa no la tienen. De esos soy yo. Bajo las escaleras el último, con mi mochila a cuestas sobre un hombro, la chaqueta colgada de un asa y con la paciencia de quien ha comprobado que todas las luces están apagadas.

lunes, 21 de abril de 2014

Pausa.

Me puse mi camisa hippie de color rojizo apagado; me até mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas y sucias. Anduve por la calle debajo de la noche sin detenerme a contar las estrellas, cosa que suelo hacer. Llegué a la barra, donde estaban mis amigos, y pedí una Heineken. Me mojé ligeramente los labios y conversé fugazmente con Billie Blues. Hablé con una chica y di consejos de vida pese a mi falta abundante de experiencia. Vino mi hermano a hacerme notar mi expresión de “hacerte el interesante” en mi cara. Qué menos, iba con una camisa hippie diciéndole al mundo lo poco que me importaba que les gustara. Fui a preguntar por un taburete libre y me respondieron “con esa camisa no”. Me dijeron, más tarde, que eran guardias civiles de paisano y me hizo gracia. Me acaricié la mejilla y noté mi barba: había crecido. Me llené de melancolía. Veía pasar el tiempo apoyado en la barra.

Paseé por las calles como un fantasma. Como un alma errante miré a la gente que había acudido esos días y que se iría al cabo de unos pocos. Escuchaba el murmullo ajeno de los bares concurridos. Observaba la agitación efímera de las voces que llenaban el espacio. Pero las voces formaban parte del silencio, de un fondo de murmullo en mi pensamiento. Como un alma errante caminaba por la calle de las sombras. Y miraba, y observaba,  y atendía a los minúsculos detalles y desatendía a los más inmensos. Como un alma errante me pasé mi mano por la barbilla y noté que me habían crecido unos pelos.

Me senté en una piedra de la montaña y atisbé a lo alto el monte. Sesgué el horizonte con la mirada y noté el aire fresco que acariciaba. Siempre he pensado, en mis soledades, que algún día construiría una cabaña en la montaña para aislarme de la incertidumbre de la gente. Sería como un refugio para ordenar la mente, para desconectar, para dejar de buscar soluciones a lo sentenciado. No creo que fuese un lugar para buscar respuestas, sería un lugar para no encontrarlas y conformarse con un nada. Un ermitaño entre la naturaleza acariciándose su espesa barba.

Volví a mojarme los labios con mi cerveza. Miré a Billie Blues, volví al lugar del que me había fugado. Me había puesto mi camisa hippie de color rojizo apagado; me había atado mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas y sucias. Había andado por la calle debajo de la noche sin haberme detenido a contar las estrellas, cosa que siempre hago. Había llegado a la barra, donde estaban mis amigos, y pedido una Heineken. Ha pasado el tiempo, hace poco éramos sólo niños y ahora ansiábamos comernos el mundo. Me acaricié la mejilla y noté los pelos de mi barba.

viernes, 11 de abril de 2014

Ocaso de...

...mientras el Sol huye de una luna
que lleva horas esperando ser
protagonista de este paisaje
Conspiramos contra el tiempo
para evitar que este momento termine.
Se encienden las farolas del paseo
y los pájaros empiezan a callar.
Apenas han pasado unos minutos.
Pero la música continúa,
quizá solo en nuestras cabezas
y nos sentimos pequeños.
Pequeños de lo grande que es la hermosura.
Pensamos en la inspiración.
Quizá sea una pérdida de tiempo.
Buscamos el sentido del que carece la vida.
Y no tiene final. Puede ser eterno.

viernes, 4 de abril de 2014

Freaktion.

“-Ey, hola, ¿nos conocemos?-
-No, soy Billie-
-¿Billie?-
- Billie Blues. ¿Te gusta esta música? –
- Sí, está bien para bailar –
- No me caes bien. – “

Me he puesto los mismos pantalones que el sábado pasado. Los mismos pantalones manchados de café. Me tiré el café por encima, quemaba. Había cenado en el local de la peña después de un agotador día con la charanga, tocando por todos los bares, viendo pasar cervezas por encima de mi cabeza, buscando aliento de algún sitio para seguir soplándole al instrumento y a la hora de la cena me tiré el café por encima. Me hizo gracia. Tenía a dos amigos a mi lado: Billie Blues y Sal Swing (Les he puesto pseudónimos. Mi pseudónimo es Tommy Rock). Decidimos ir a nuestro local y estar más tranquilos, escuchando la música que nos gustaba. El lado más freak de nuestras entrañas salió a la luz, se reveló, decidimos que íbamos a poner música de “8 bits” (sí, aquella de videojuegos clásicos como Zelda, Final Fantasy 7 o Castlevania) y la banda sonora épica de Skyrim. La idea nos entusiasmaba. Empezábamos a corear las canciones mientras nos mirábamos efervescentes: teníamos ganas de refugiarnos al cobijo de nuestros himnos alternativos.

Sonidos de tambores. BUM, BUM, BUM. Tambores de guerra. BUM, BUM, BUM. Voces guturales anticipándose a la epicidad próxima. ¡UH!, ¡HIA!, ¡HA! Algo mágico y ancestral renace. Suena una trompa. Asciende y un conjunto de voces masculinas entonan una atmósfera de niebla y estalla el grito de “¡Dovahkiin!”, cazador de dragones.

Mientras nos dirigíamos a ese ambiente épico-fantástico idealizado para aislarnos del mundo real, nos encontramos con uno de nuestros profesores volviendo hacia casa. Eran las doce. Charlamos unos minutos. Nos dijo que venía de tomar unas copas del Palace Club y que había ambiente. No sé qué pasó entonces pero algo nos iluminó por dentro, cambiamos enseguida los planes y decidimos ir a ver qué se cocía entre el bullicio de la gente. Pero Billie se empeñó en ir al local. Pasamos por allí primero, algo más alocados y excitados, para suministrarnos nuestra dosis de música. Pero yo tenía prisa por unirme al festejo del que había hablado el profesor.

Nos mirábamos concentrados. Pip, Pip, Pip, Pip. La canción, enérgica y sintéticamente alegre (lo que aterroriza un poco y la envuelve en misterio y la hace adictiva) nos sugería movimientos robotizados. TI, TIRITITI, TI, PA, PI, PA, PI. Ahora es cuando se suelen poner los brazos pegados al cuerpo, flexionados, y uno se mueve como un muñeco con muelle mientras los menea. PI, PO, PI, PARIROPIPOPI, PO... En ese momento me fui al baño y grité que pusieran la canción de Ghostbusters. Dosis suministrada.

If there’s something strange
in your neighbourhood
Who you gonna call?
¡GHOSTBUSTERS!

(La semana pasada habíamos estado encerrados toda una tarde con el montaje de un cortometraje casero. Entre ediciones de vídeo, cinco pantallas y dos portátiles surgió la idea de irse de fiesta con música de 8bits.)

 Llegamos al Palace. Pedimos unas cervezas. Nos instalamos en la pista. Aquello no sonaba bien. La música no sonaba bien. El atrofio del oído, generalizado y masificado en la sociedad, lleva a iluminados y autoproclamados artistas a crear pseudo-géneros musicales y alcanzar los puestos más altos de las listas. Luego eso suena en las discotecas. Música decadente, música superficial. Me acerqué a Billie y Sal, les reuní, les propuse que fuésemos a pedir una canción. “Podríamos pedir Song 2 de Blur”. Nos miramos muy emocionados y fuimos a por el plan. En un primer momento fuimos Billie y yo. Estuvimos diez minutos en la barra intentando captar la atención del camarero. Billie lo intentó de nuevo con Sal y lo consiguieron. El camarero, que ponía la música desde su ordenador, les miró aprobando y elogiando su decisión. Billie me dijo que los había mirado como diciendo “¡Oh, sí!”.

Sonó la introducción de la canción, miré a Billie y lo abracé. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Saltamos en medio de la pista. Creo que sólo saltábamos nosotros. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Movíamos la cabeza arriba y abajo. ¡WOOOOOO HOOOOOO! No pensábamos en nada más que en llegar al siguiente grito de ¡WOOOOOO HOOOOOO! Pisé a alguien por detrás pero me dio absolutamente igual ¡WOOOOOO HOOOOOO!


Treintañeros bebidos hacían gala de su simplicidad. Camareros servían bebidas entre el jaleo nocturno. La música seguía su curso y cesó la voz de Damon Albarn. Creo que más tarde sonó Loquillo pero no me la sabía. Billie fue a pedir otra canción. El camarero tenía problemas. Miró a Billie desesperado: “¡Arréglame esto que no funciona!” Billie no lo dudó, se había convertido en el héroe de la noche. Saltó detrás de la barra y con sutiles movimientos colocó los cables que faltaban en sus sitios indicados.

sábado, 29 de marzo de 2014

Escúchame.

Escúchame, escúchame una vez más. Hoy ha sido uno de esos días en que me he sentido pequeño. A veces pienso que sólo tú estás a mi lado, hoja en blanco que aguarda mis palabras. Otras veces pienso que escribo mis quejas al tiempo, que las borrará poco a poco. El tiempo juega malas pasadas. Deja que pasen las cosas, que lo bueno dure poco y lo malo se alargue hasta lo insufrible. Aunque siempre podemos resignarnos.

 Pero hoy te escribo porque he visto un poco de esperanza. He visto como  una mirada de comprensión llegaba hasta dentro de mi alma y me iluminaba ténuemente, desde dentro. Aquella mirada bondadosa, acompañada de una sonrisa misteriosa y cálida. Aquella mirada que me decía que no estaba solo. Se acercó a mí. Sucedió todo tan deprisa…

 El tiempo apagó nuestro último beso y lo dejó en el olvido. Esta noche me la he pasado en vela, preguntándole a las cosas por qué pasan, por qué te dan la luz en medio de la noche para volver a quitártela. Y sé que tú no me escuchas, pero sé que al menos tú no puedes abandonar, hoja en blanco que aguarda mis palabras.

domingo, 9 de marzo de 2014

Diseccionando el arco iris.

Ayer asistí a una clase de disección del arco iris. Bueno, vale, no era una clase, era la presentación de un libro de poesía. La vida se resume en seis o siete colores, los que forman el arco iris, que dan tono a nuestras emociones. Eso era la base del libro. Descuartizando los colores, buscando su esencia y explicando la vida, más bien el amor, a través de ellos. Bien, pasando por nigérrimo o el violeta,  el verde, azul y rojo y todos los restantes que no me sé que salen fruto de la poética refracción de la luz al atravesar las gotas de agua, me di cuenta de que la vida, explicada en colores, no se parece nada al arco iris. Para mí sería más parecido a esto:


Sí, un cuadro de Jackson Pollock. ¿Veis vuestra terrible infancia, arriba a la derecha? ¿O alguna de aquellas aleatorias anécdotas? Creo que están por el medio. Sí, oh, la vida es de colores. El negro de la muerte, el rojo pasión, el verde de esperanza… y el castaño de tu pelo, el azul turquesa, el gris hojalata o el color número 123 de la paleta de colores de Photoshop. Juntémoslos todos, pintemos nuestros recuerdos a pinceladas y seguramente salga la imagen más caótica que podríamos imaginar. Nuestra idealizada existencia se desmorona en un cuadro de Jackson Pollock. Pero para la autora de ese libro sólo existían seis o siete colores (¿cuántos tiene el arco iris?).

Voy por partes. El caso es que había ido a la presentación de un libro de poesía. La “original” idea del libro era ordenar los poemas a partir de los colores que he dicho. Bueno, sólo decirlo me parece una cursilada. ¿A quién se le ocurre descuartizar el arco del cielo y reordenarlo con poemas enganchados, no sé ni si con mala cola, y expresar algo…? No sé. Lo único que me sirvió de todo aquello es que empecé a pensar. Sí, estaba de acuerdo, al menos, en que el poeta es una clase de pintor que utiliza palabras como pinceladas. ¡Pero no los colores del arco iris! Voy a mirar al cielo, un día después de llover, y queda representada la vida. Luego me pongo a cantar “Somewhere over the rainbow” y todo se vuelve de color rosa.

Jackson Pollock. Pensé en la manera de representar la vida por medio de la pintura. Y creo que la vida debe de ser algo desordenado, inexplicable, aleatorio, caótico. Es curioso saber que hay estudios sobre la obra de Pollock que demuestran que sus obras siguen, asombrosamente, un orden matemático. Sus obras son fractales, es decir, sucesiones infinitas como las ramificaciones de un árbol o la estructura de los copos de nieve.


Si nos ponemos a pintar la vida, seguramente acabemos manchándonos de muchos más colores que los propios del arco iris. Quizá debamos agujerear los botes de pintura y pasear por encima del lienzo para tratar de ser lo más objetivos posible. Lanzar salpicaduras de colores aleatorios y buscar el caos.

lunes, 24 de febrero de 2014

El despertar de Órobil, un joven elfo de los bosques.

Os presento al inocente de Órobil. Era una criatura alegre, un joven elfo de los bosques. Salió de su pequeña choza de madera, después de su cabezadita de 500 años, dispuesto a tomar un buen trago de aire fresco. Sí, de aquellos tragos con un suave olor a musgo que te limpiaban por dentro y te ayudaban a desperezarte. Para Órobil, eso era un buen trago de vida. Pero aquel día, cuando Órobil inspiró, aquello le supo más a cenizas que a la propia frescura del mundo. Y tosió. Extrañado, se encaminó hacia el pequeño arroyo que pasaba por las cercanías de su choza. Oh, sí, aquel agua era verdadero zumo de nube. Cuando después de una agotadora jornada sumergías tu cabeza en el arroyo con la boca abierta, el agua fresca saciaba tus penas y te rozaba la cara limpiándote el rostro de malas vivencias. Pero Órobil no encontró el arroyo. En lugar de ello encontró un charco de agua grisácea. Sumergió la cabeza en él y rápidamente pegó un bote hacia atrás mientras escupía todo el agua que había tragado. Empezó a toser y al ponerse las manos encima de la boca y retirarlas se dio cuenta de que estaban manchadas de sangre. Entonces miró a su alrededor. Las copas grises de los árboles daban continuación a un nublado cielo oscuro. Y aquellas nubes salían de altas torres metálicas e inundaban el cielo de desesperanza. Empezó a llover. A Órobil le gustaba la lluvia. Así que se alegró y decidió ir a ver a su vecino Bánadil. Pero aquella lluvia empezó a quemarle la piel y Órobil tuvo que seguir corriendo su camino. Al abrirle Bánadil, Órobil le saludó sonriente. Rápidamente le explicó todo lo que le había sucedido y lo mucho que habían cambiado las cosas en tan solo 500 años, tiempo que había permanecido descansando. Estaba preocupado por la desaparición del arroyo, el mal sabor del aire y el triste aspecto de los árboles. Además, la lluvia no era agradable como lo había sido siempre, aquel día quemaba la piel e irritaba los ojos. Bánadil, entristecido, se acercó a la ventana y miró a través de ella el desolador paisaje.

-¿Te acuerdas de Fátafis? Murió hace 50 años – Órobil se quedó impactado y entristeció. – También Úrubel, Túnodil, Grádanel… -


Bánadil suspiró y miró hacia la ventana de nuevo. Una mariposa se posó en ella. Tenía muchos colores. -Órobil, la Tierra se muere- Le miró a los ojos. Una lágrima cayó de la mirada del inocente Órobil.

sábado, 8 de febrero de 2014

Canción de invierno.

5 de febrero y paseábamos por el centro de Barcelona. Sin rumbo, “ramblejant” por el casco antiguo (estábamos cerca de Las Ramblas, por eso digo ramblejant). Hacía frío y el invierno hizo que la noche se nos echara encima; serían las siete y media de la tarde. Paramos en el escaparate de una tienda especializada en material de dibujo. Tenía increíbles gamas de lápices de colores y acuarelas. Vimos a una mujer que cantaba dando tumbos por medio de la calle. Era un espectáculo ambulante y sorprendente. Su voz era profunda y grande, aunque perdida y desesperada. “Está mal de la cabeza” me dijeron. Me la quedé mirando, fascinado por su canto. Ella seguía cantando sin rumbo, no atendía a nada a su alrededor. Y cantaba y cantaba su melancolía. Paró, desorientada, en el cruce de una callejuela. Se volvió y me miró a los ojos. Aparté rápido la mirada, asustado, no la soporté. La mujer siguió cantando la misma canción, callejeando hasta encontrarse con una plaza. La perdí de vista pero seguía oyendo su voz, cada vez más tenue, cada vez más apagada. Se estaba alejando.


Vivía en las calles, las calles eran su mundo y la gente le resultaba ajena. Arrastraba un carrito con una mano mientras seguía su aria con caminar rápido y confuso. Me fascinaba, me fascinaba y me recordaba a Dean Moriarty. Ahora entiendo a Sal cuando, en la última página dice: “Pienso en Dean, pienso en Dean Moriarty”. Yo también pensé en Dean, pensé en Dean Moriarty y pensé en aquel alma que vagaba por las calles del mundo en busca de algo que no encontraría jamás: su destino. Cantaba y solo cantaba, y como Dean, pertenecía a ese mismo mundo de calles, al mundo subterráneo, porque solo le importaba el camino.

martes, 28 de enero de 2014

Coca colas banales.

“Lo que es genial de este país es que América ha iniciado una tradición en la que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los más pobres. Puedes estar viendo la tele y ver la Coca-Cola, y sabes que el Presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una cola es una cola, y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cola mejor que la que está bebiéndose el mendigo de la esquina. Todas las colas son la misma y todas las colas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el Presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y tú lo sabes.”

Esto decía Andy Warhol el siglo pasado. Pero ahora, la súper campaña publicitaria de Coca-Cola ha tenido la idea fantástica de acercarse más al consumidor regalándole una exclusiva lata con su nombre. Comprar Coca colas se ha convertido en un juego. Reglas del juego: buscar, rebuscar, desordenar los estantes de refrescos del supermercado en busca de la Coca cola con tu nombre. Entonces, gente como yo se siente frustrado. Todos los que tengáis nombres originales que no están dentro de la lista de nombres frecuentes y aburridos, os comprendo: no podéis comprar Coca colas.

¿Es que no se les ha ocurrido poner en una lata el nombre de “anónimo”? Seguro que yo la compraría además de todos aquellos desgraciados de nombres marginados. Y esta idea me insta a reflexionar: ¿sabrá mejor la Coca cola si plasma tu nombre? No sé si sabrá mejor pero se me ocurren un sinfín de estúpidas ideas que llevar a cabo con susodicha Coca cola. (Abrimos un bocadillo de “sueño”, como el de los cómics, y empezamos a imaginar) Puedes levantar la vista, orgulloso, y pasear con la Coca cola con tu nombre. Tal vez puedas ahorrarte alguna que otra presentación porque bebes una Coca cola con tu nombre. ¿Podría la lata salvarte la vida pudiendo ser una pieza clave en tu identificación después de un grave accidente? ¿Y si un criminal se deja una lata de Coca cola con su nombre en la escena del crimen? (Cerramos bocadillo de “sueño”). Quedan demostradas la cantidad de utilidades de esa lata. Quedan demostradas las oportunidades abiertas ante ti en forma de abanico que se presentan. Queda demostrada que la fórmula secreta de la Coca cola no tiene nada que ver con esto. Queda demostrado que Coca cola esparce felicidad.

Así que:
 ¡Coca cola: felicidad burbujeante enlatada, ahora, con nombre propio! Y sale gente sonriente en el anuncio. Todos felices. Tienen una Coca cola con su nombre, se acabaron los problemas.

martes, 14 de enero de 2014

Revolución de sabores.

Se nos ocurrió la magnífica idea de ir a comer a un buffet libre, un Wok chino de 6,70€. No sé si ellos consideran que te cobran la entrada como si fueras al cine o si te cobran en plan menú extendido a un número indefinido de platos. Así que, resumiendo, te cobran 6,70€ por comer. Lo calificamos de ganga. Comer lo que quieras hasta saciarte lo que quieras a precio de un triste McMenú. El tío Donald era la alternativa. Pero esta vez los americanos perdieron. Y ahora mismo me ha venido una idea a la mente mientras escribo: ¿podríamos sustituir al “Tío Sam”, que está pasado de moda, por el “Tío Donald”, o por “El King” de Burger King que tiene más gancho? Lo siento McDonald’s, aunque soy más de tu comida. En fin, la globalización ha hecho que llegue un Wok justo en el lugar en que estábamos. También ha hecho que llegue un Kebab justo al lado, pero era más caro.

La comida estaba toda incluida. Esto es peligroso. Cuando te levantas a llenar el plato comes por los ojos y acabas creando montañas de lechuga y tomate mezcladas con ensaladilla rusa, barritas de cangrejo, pasta de colorines y rollitos de primavera. El momento culminante, el punto crítico, llega a la hora de escoger la salsa. Tienes que tener la mente despejada y las ideas bien claras. Escoges la salsa del color más divertido y la rocías muy generosamente sobre tu montaña de alimentos. Puede ser que te salga bien la jugada o que destruyas tu paladar con una confusión de sabores indescifrables.

Me acuerdo que mi amigo, mi hermano y yo planteamos la posibilidad de vivir eternamente en el lugar. Vuelvo al debate del principio. Es decir, ¿qué pasa si entras en el restaurante y no sales? ¿Hay límite de tiempo para zampar? ¿Si pagas la entrada puedes quedarte todo el tiempo que quieras? Mientras estábamos conversando sobre estas inquietudes vino la camarera con sus finísimos modales orientales y nos preguntó qué queríamos beber. No había botellas de agua grandes de esas de dos litros así que tuvimos que conformarnos con una sola botella de medio litro para tres personas. Era gracioso. Enseguida se acabó el agua y pedimos otra botella igual. Mi hermano preguntó sagazmente: ¿pero la bebida está incluida? Y la china, disculpándose sobrecogedoramente, nos respondió que no y se fue al ver las expresiones de nuestras caras. ¡Nos decepcionó que no estuviera incluida el agua! En un buffet libre que la bebida no estuviera incluida y te la sirvieran en botellas de medio litro de cristal era un punto negativo puestos a gastar poco. Costaba 6,70€, y nos habíamos hecho la idea de que costaba 6,70€. Quiero decir que si sumabas botellas de agua no era tan maravilloso. Se me ocurrió la brillante idea de coger la botella vacía e ir al baño a llenarla con agua del grifo y ahorrarnos así más botellas de agua de medio litro. Actué con discreción porque podría romper todos los protocolos de comportamiento en un Wok. Podríamos haber pedido agua del grifo a la camarera. Pensándolo bien, hubiera sido interesante la reacción de la camarera si le hubiéramos pedido agua del grifo. Igual hubiera creído que era una muestra de nuestra indignación y no le hubiera sentado bien. Aunque no sé por qué te van a mirar mal por pedir agua del grifo. El caso es que quise aventurarme en aquella hazaña. Volví con la botella llena y pudimos beber agua del grifo y nos supo mejor. 


domingo, 5 de enero de 2014

Agujeros en los zapatos los días que llueve.

Por genética o por naturaleza, o por mezcla de las dos, o por causa del movimiento aleatorio de los átomos que todo lo forma, soy un despistado y un poco despreocupado. A veces me pasan cosas divertidas. Me choco contra farolas o contra coches aparcados mientras voy andando y hablando con un paraguas en la mano. Bueno, no, este último no era yo. También tengo unas zapatillas que tienen un agujero en la suela y cuando me las pongo llueve.

Ya habían sonado las campanadas y me había rendido en la tercera uva. Estaba preparándome para salir en nochevieja. En menos de media hora tenía que ducharme, arreglarme un poco la barba para que no me compararan con Jumanji (Sí, es la coña de mis amigos. Pero no penséis que llego a tal extremo... de momento), y vestirme adecuadamente  como marca la tradición. La realidad es que se empieza la noche aparentemente con la dignidad bien alta y la camisa por dentro y se acaba con la camisa por fuera y la corbata mal puesta. Es como la transformación de la noche.  Igual que le pasó a mis zapatos. Así que mis zapatos se convirtieron como en una metáfora de la noche, de mi noche.

Mi hermano tenía prisa por llegar a tiempo al sitio al que todo el mundo llega tarde. Tenía que vestirme rápido, y ponerme unos zapatos. Caí en la cuenta de que, por causas de la entropía, mis únicos zapatos estaban en casa de un amigo. Tuve que rebuscar por unos cuantos armarios y ponerme los primeros que me parecieron, a primera vista, razonables. Nos unimos a todos los amigos y empezamos la fiesta. Todos bromearon porque llevaba americana blanca y la iba a manchar, pero si me la quitaba parecía un cura. Además, como hacía frío decidí ponerme una camiseta blanca interior y si me desabrochaba el primer botón de la camisa se convertía improvisadamente en el alzacuellos. No quería parecer un cura. Pensé que podría ponerme una corbata de color rojo y parecer Billie Joe Armstrong, cantante de Green Day. La verdad es que ir bien vestido me pone nervioso. Hay que estar pendiente de no mancharse y luego los botones y las camisas y los zapatos, todo eso es muy complicado. Pero somos unos superficiales que vivimos cómodamente; y esa superficialidad se convierte en una de nuestras preocupaciones.

El problema fueron los zapatos. Tardé una hora en darme cuenta de que mis zapatos tenían el tacón destrozado y colgando. Decidí arrancarlo y para ir equilibrado hice lo mismo en el otro tacón. La puntera quedaba ligeramente por encima. Encajé eso con humor y pensé que sería un detalle divertido. Estuve danzando toda la noche y caminé de un local a otro por el suelo mojado y lleno de charcos. Como había arrancado los tacones de mis zapatos, había quedado descubierta una especie de gomaespuma dura y negra que se iba descomponiendo poco a poco a causa del agua. Había llovido y el suelo estaba mojado y lleno de charcos. Pero bailé y bailé. Los zapatos seguían el ritmo de la noche. Iban desintegrándose poco a poco. Recuerdo que estuve dando vueltas simulando un vals en medio de una plaza. Fue cuando empecé a mojarme los pies. Y llegó la hora de irse y miré al suelo. Mis zapatos no tenían suela. Bueno, más bien era un enorme agujero que hacía que me mojase los talones. Fue muy divertido y me reí mucho. Tuve que ir andando a casa evitando charcos. Iba alternando el ir de puntillas con el andar de pato. El material de la suela del zapato era esponjoso y no ayudaba nada, más bien absorbía agua. Ya había amanecido y caminaba hacia mi casa. Pensé que los zapatos se parecían a mí: Empezaban decentemente y acababan destrozados. Aunque a los zapatos no les duele la cabeza al día siguiente.